Hace tiempo escribí
Para mí las torres gemelas no estaban en Nueva York,
estaban en un pequeño pueblo.
Crecí pensando que aquellas torres gemelas de las que todo
el mundo hablaba, eran aquellas dos torres de estilo románico que mi abuela
nombraba cada vez que pasábamos por delante con el coche. Me enamoré de ellas,
me hacia gracia la sutileza con la que se juntaban cuando nos acercábamos y la
sutileza con la que se separaban cuando nos alejábamos, como si quisieran
saludarnos y despedirnos según llegábamos y nos íbamos.
Crecí y por supuesto entendí que mi inocencia e ignorancia
de la infancia me había hecho creer aquello. Sin embargo, a pesar de saber que
las torres gemelas eran dos rascacielos destruidos por el odio y un montón de
temas que no llegaré a entender nunca racionalmente; me gustaban aquellas dos
torres, pues me recordaban a mi abuela, a mi ilusión por llegar a aquel sitio y
observarlo, por perder mis ojos en aquel pueblito pequeño en el que poca gente
se fijará cuando pase.
Pero sin duda lo que más me gusta es lo que me dio aquel
sitio, esa forma de perder el tiempo pensando, observando y disfrutando de un
pequeño paisaje...
Esa forma inocente e ilusa en la que se me dibuja una
sonrisa al imaginar algo o intentar buscar repuestas a todas las preguntas que
se ponen en mi mente. Esa sed insaciable de conocer hasta el último rincón
donde se encuentra una sabiduría nueva. Y todo eso, además de aquel sitio,
también me lo regalo mi abuela. Ella que me ha regalado muchas cosas de las que
soy ahora y dónde a pesar de todos mis errores se refleja en sus ojos el
orgullo de ser quien soy.
Porque os puedo asegurar que todo lo que sé de ser buena
persona, a pesar de que el mundo te dé odio y, no tan sólo eso, te enseñe
a odiar, me lo ha enseñado ella.
Esta entrada la escribí hace dos años, porque me apetecía expresar lo que había supuesto mi abuela en mi vida. Hoy tengo la inmensa suerte de que pueda leer esta entrada de nuevo y poder felicitarle en la distancia.
Si algo he descubierto es que todo lo que llevo dentro de mí
de valiente, inteligente, curiosa, luchadora, reflexiva, detallista... todos
esos adjetivos antes habían estado en otra persona. Crecí viendo sus grandes
ojos brillantes, su sonrisa siempre puesta para todo y la bondad de dejar el
mundo siempre mejor de lo que lo había encontrado. Conseguía que en tan sólo
tres segundos tuvieses su confianza y te sintieses muy segura.
He crecido teniendo suerte, porque he vivido en una familia
en la que nunca me ha faltado de nada, pero no sólo hablo de lo material, hablo
del cariño, la empatía, la paciencia, la justicia. Hablo de palabras más
grandes que cualquier tesoro del mundo y que siempre formarán parte de mi
persona, precisamente, de lo que más me gusta de mi persona. La simple realidad
es que la belleza no está tan sólo en el exterior, sino que cada uno de
nosotros podemos aportar una semilla para dejar el mundo mejor de lo que lo
habías encontrado, para cambiarle el mundo a otra persona que quizás no lo
tenga tan fácil o para dejar lo mejor de ti mismo en otros.
Por ello, yo nunca conoceré mujer más bella y me alegra
haberme podido reflejar durante años en sus ojos y que sea una fuente de
inspiración a día de hoy.
Quizás si sigo avanzando y nunca me he rendido, es porque
apoyo no me ha faltado y siempre tenía sus palabras para superararme y no
hacerme pequeña. Incluso en la distancia, sé que siempre será lo mejor que me
haya pasado en la vida.
A día de hoy cumples 88 años y son 88 años que nos has
dejado de sabiduría, detallismo, bondad e inteligencia. No puedo estar más
orgullosa y más feliz de haberte tenido en mi vida, de haber crecido junto a tu
lado, de llevarte siempre en mí y de saber que parte de la enredadera de mi
esencia, tiene su inicio en tus semillas.
Te quiero, feliz cumpleaños.
Comentarios
Publicar un comentario