Torres gemelas

Para mí las torres gemelas no estaban en  Nueva York, estaban en un pequeño pueblo.
Crecí pensando que aquellas torres gemelas de las que todo el mundo hablaba, eran aquellas dos torres de estilo románico, que mi abuela nombraba cada vez que pasábamos por delante con el coche. Me enamoré de ellas, me hacia gracia la sutileza con la que se juntaban cuando nos acercábamos y la sutileza con la que se separaban cuando nos alejábamos, como si quisieran saludarnos y despedirnos según llegábamos y nos íbamos.
Crecí y por supuesto entendí que mi inocencia e ignorancia de la infancia me había hecho creer aquello. Sin embargo, a pesar de saber que las torres gemelas eran dos rascacielos destruidos por el odio y un montón de temas que no llegaré a entender nunca racionalmente; me gustaban aquellas dos torres, pues me recordaban a mi abuela, a mi ilusión por llegar a aquel sitio y observarlo, por perder mis ojos en aquel pueblito pequeño en el que poca gente se fijará cuando pase.
Pero sin duda lo que más me gusta es lo que me dio aquel sitio, esa forma de perder el tiempo pensando, observando y disfrutando de un pequeño paisaje...
Esa forma inocente e ilusa en la que se me dibuja una sonrisa al imaginar algo o intentar buscar repuestas a todas las preguntas que se ponen en mi mente. Esa sed insaciable de conocer hasta el último rincón donde se encuentra una sabiduría nueva. Y todo eso, además de aquel sitio, también me lo regalo mi abuela. Ella que me ha regalado muchas cosas de las que soy ahora y dónde a pesar de todos mis errores se refleja en sus ojos el orgullo de ser quien soy.
Porque os puedo asegurar que todo lo que sé de ser buena persona, a pesar de que el mundo te dé odio y, no tan sólo eso, te enseñe a odiar, me lo ha enseñado ella.
V.K.

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